Viaje a Nepal, fragmento de El ansia de Vagar

Los Himalayas constituyen varios mundos que se encuentran en un reino de las alturas donde moran los dioses y las creencias más ancestrales. Allí conviven hinduismo, budismo e islamismo en un territorio que abarca bosques, frondosos valles, áridos altiplanos y cumbres por encima de los ocho mil metros.
Durante siglos ha sido la quimera de muchos viajeros que iban en busca de paraísos perdidos como el de Shambala, así como al encuentro de culturas milenarias y remotas.
Hoy en día, estas tierras comprendidas entre India, Pakistán, China, Nepal, Sikkim y Bután, sobre una longitud de más de dos mil kilómetros, han dejado de ser inaccesibles, pero no por ello han perdido el magnetismo que se desprende de sus religiones, costumbres y paisajes.El reino del Himalaya guarda los mejores tesoros del budismo tibetano, las esencias del hinduismo o el tantra y los secretos de los orígenes de la Tierra. No hay viajero que pue- da resistirse a sus encantos, aunque en ocasiones, y pese a la modernidad de los transportes actuales, sigue exigiendo buenas condiciones físicas.
Mi primer contacto con los Himalayas fue un viaje a Nepal que suponía el epílogo del rodaje del documental Rubbersoul. Recuerdo que tuvimos serios problemas en el aeropuerto de Benarés para coger aquel avión a Katmandú. De una parte, habíamos olvidado confirmar nuestros pasajes y, de otra, el país se encontraba en plena agitación por las protestas contra la monarquía dictatorial de aquel momento. Antes de tomar el avión sabíamos muy poco, tan solo que era probable que cerraran las fronteras. Se comentaba que el conflicto era debido a la guerrilla maoísta pero no era ver- dad. Las protestas provenían de los estudiantes y el resto de población civil que se manifestaba porque había elegido a un presidente en unas elecciones democráticas y la monarquía lo había sustituido por su candidato. Afortunadamente, durante nuestra estancia apenas hubo altercados.
Logramos volar a Nepal después de pasar hasta seis controles. Temimos que el equipo de filmación nos condenara a quedarnos en la India por ser considerados periodistas, pero hubo suerte. Pudimos subir a aquel avión que cruzaba los cielos de los Himalayas para descender en picado al valle de Nepal. La visión desde el avión era espectacular. Todo eran inmensas cordilleras nevadas con montañas que rondaban los siete mil metros. En un extremo se alzaba el Everest y al norte el Annapurna y el Manaslu, pero era difícil distinguir- los porque se confundían en un mar de hielo y nieve, lleno de cumbres que desafiaban al cielo. Entretanto se divisaba un lago y solo al final se empezó a ver algún valle con extensio- nes verdes. Hasta entonces, todo había sido roca, hielo y nieve.
De haber tenido tiempo, me hubiera gustado entrar por la carretera que une la India y Nepal, pasando por el lago Pewa en Pokhara, o desde el norte, por la carretera de la amistad que une Nepal con el Tíbet, pero no era posible.
En comparación con la India, Nepal parecía un lugar tranquilo y bastante limpio, aunque el barrio de Thamel, donde ubican a todos los turistas o alpinistas que residen en Katmandú, no es representativo del resto de la ciudad. De hecho es un barrio Lonely Planet, pensado para las necesidades del backpacker occidental, con sus pensiones y bares que sirven desayuno continental y cervezas de importación. Está repleto de tiendas donde comprar artesanía, jerséis de lana, estatuas de bronce, tankas o material de alta montaña, y en todas ellas aceptan Visa.
Los restaurantes ofrecen comida internacional y platos tradicionales como los excelentes momos tibetanos, una especie de albóndigas de carne y verdura que se sirven fritos o hervidos en una sopa.
Por la noche hay bastante ambiente y recuerdo que celebramos el año nuevo nepalí de 2061, un día de mitad de abril de nuestro 2004, en una discoteca que concentraba por igual público local y extranjeros como nosotros. Ahí conocimos a unos argentinos que se hallaban de paso, a una pareja homosexual de Madrid que preparaba una película con Agustí Villaronga, o a Julia, una alemana que llevaba ocho meses recorriendo la zona. Los nepalíes que conocimos eran afables y solo los que estaban metidos en turismo resultaban algo agresivos.
Llegué a Nepal pensando que encontraría algún hippie perdido, pero al margen de los vestigios en forma de tiendas o viejas pensiones que estos ocuparon al final de los años sesenta, en la llamada Freak Street, no queda nada de ellos. En contrapartida, este país me mostró el primer ejemplo del talante de una sociedad rural y ancestral. Los nepalíes son gen- te de alta montaña con costumbres muy arraigadas y un fuerte sentido de la espiritualidad que se percibe en el día a día. En torno al 80 % de la población profesa el hinduismo y el resto se divide entre budismo e islamismo. Esto permite contemplar una innumerable cantidad de templos hinduistas, con una arquitectura muy distinta a los del sur de la India. En lo social, el politeísmo hinduista establece que haya distintos dioses para cada cosa y la importancia del cielo se percibe en que la astrología es muy venerada por los lugareños.
En cuanto al carácter, los nepalíes son apacibles y buenos comerciantes. Durante muchos meses luce el sol y el paradisíaco entorno natural cala en su talante. Nadie pierde la calma, por tensa que pueda ser una situación. Este es un mundo antiguo, anclado en lo que fue la ruta comercial entre la India y el Tíbet.
Katmandú es un bello lugar, con una ciudad antigua preciosa en torno a Durbar Square, con el palacio real de Hanu- man Dhaka y los viejos templos en ladrillo rojo o madera, con fondos blancos y esos característicos techos apuntados de las pagodas que recuerdan la proximidad de China. El trabajo escultórico en bronce o tallas de madera es espectacular, así como la policromía de fachadas y puertas. Todos los edificios antiguos, tanto civiles como religiosos, son muy alegres y coloristas.
La mayoría de ellos, como el templo de Maju Deval, de- dicado a Shiva, o el Trailokya Mohan Narayan, en honor a Vishnu, datan del siglo xvii. Algunos son anteriores, como el bello templo Talejui, que data de 1564, o la Kasthamandap, la gran casa de madera del siglo xii, que da nombre a la propia ciudad.
Una tradición entre muchos turistas y gente local es sen- tarse sobre las peanas escalonadas del templo Maju Deval, o alguno de los que se encuentran en la Durbar Square, a con- templar el discurrir de la vida en la plaza y las calles adyacentes, con sus puestos de fruta y verduras. Durante el día siempre hay mucha actividad, con rickshaws que vienen y van, yoguis merodeando o turistas tirando fotos sin parar.
Resulta fácil quedarse hipnotizado contemplando la escena. Recuerdo observar una paloma que volaba por los tejados. Se posó sobre un árbol milenario y al bajar la mirada descubrí sus nudos increíbles que abrazaban una pequeña capilla natural que los locales llaman chaitya. En el interior había un lingam de Shiva, ese símbolo fálico en forma de piedra erecta que representa su potencia creadora. Fui hasta ahí, me senté en el suelo y medité un rato hasta que un baba que pedía dinero me despertó. Seguí andando hasta la vecina plaza de Basantapur donde está el palacio de la diosa viviente Kumari, que perderá su condición al llegar a la pubertad. El palacio, con una fachada blanca y bellas ventanas talladas en madera, tiene dos grandes leones de piedra custodiando su puerta. Entré hasta el atrio y me apoyé en una pequeña stupa a mirar el cielo resplandeciente. Me pareció ver a esa niña, de apenas siete años, asomarse a la ventana. Salió a respirar el aire puro de las montañas y a sentir la calidez del sol en su cara. Al final de este bonito paseo, me perdí entre los puestos de máscaras pintadas con seres monstruosos y divinidades procedentes del hinduismo y el budismo tibetano.
En los días siguientes, filmé con mi equipo infinidad de templos sencillos, esparcidos por la ciudad vieja de Katmandú, siempre cubiertos de palomas, con una capilla central envuelta de hileras de ruedas de oración y un crematorio en la entrada.
En algunos enclaves puntuales, como al sur del barrio de Thamel, puede encontrarse alguna stupa budista como la Kathesimbhu, réplica de la magnífica Swayambhunath que se eleva sobre la ciudad, en una colina a la que se accede después de transitar por cientos de escalones. Ambos lugares son muy visitados por comunidades de peregrinos tibetanos. Nosotros subimos con ellos hasta la cima de este complejo religioso en el que la inmensa stupa de Swayambhunath se erige como un faro resplandeciente sobre todo el valle. Sobre la gran base circular blanca se eleva una pirámide en oro que apunta al cielo, con el tercer ojo pintado en cada costado para recordarnos que la iluminación está en el interior de cada uno de nosotros.
Desde allá arriba, las vistas sobre el valle de Nepal son increíbles, con Katmandú a los pies y un mosaico de aldeas salpicadas entre arroyos y campos verdes. Desgraciadamente, cuando nosotros fuimos, la neblina cubría el cielo y no pudimos ver las grandes montañas que cierran el valle. Por este motivo, decidimos desplazarnos hasta la población de Nagarkot, donde nos prometieron ver el Everest, pero tam-poco hubo suerte.
A falta de paraísos naturales, y dado que no disponíamos de tiempo para llegar hasta el lago de Pokhara, volvimos a los templos y palacios. A menos de cuarenta kilómetros de Katmandú se ubican las ciudades monumentales de Patan y Bhaktapur, dos joyas arquitectónicas, consideradas Patrimonio histórico de la Humanidad. La primera fue fundada por el emperador indio Ashoka, quien unificó todo el subcontinente bajo la religión budista. Su urbanismo sigue la forma de la rueda de la fortuna del dharma chakra budista, con un perímetro circular y cuatro stupas en sus cuatro puntos cardinales. En ella hay unos mil doscientos monumentos budistas y lo mejor se concentra en la Durbar Square, con el templo de Krishna Medir, un precioso edificio de piedra que contiene numerosas esculturas con escenas del Mahabaratha. El Golden Temple posee bellas estatuas y pinturas murales del siglo xiv y el templo de Bhinsen muestra las mejores obras en bronce. En Patan se celebran numerosos festivales y es el lugar ideal para adquirir artesanía en piedra o bronce.
Bhaktapur es la joya del valle de Katmandú; toda la ciudad está considerada Patrimonio de la Unesco, y vale por sí misma un viaje a Nepal. Esta fue la antigua capital durante el reino Malla, que finalizó en la segunda mitad del siglo xv. Como ciudad-estado fue lugar de paso de las caravanas comercia- les que iban de la India al Tíbet. Su visita supone un viaje en el tiempo, con una atmósfera mágica y ancestral que supera cualquier maravilla del mundo que haya visto, incluida la Ciudad Prohibida de Pekín. La arquitectura en forma de pa- godas apuntadas recuerda mucho a la de China o Japón pero posee una mezcla muy personal que combina temas y perso-najes que proceden de la India, con otros del Tíbet, en una confluencia de estilos propia de un crisol cultural. Bhaktapur es un lugar remoto que ha vivido pocas invasiones y ha permanecido inaccesible al turismo occidental hasta la mitad del siglo xx. Por ello se conserva casi intacto, solo alterado por algún terremoto leve, en un entorno completamente rural.
El templo de Nyatapola, con sus cinco pisos en forma de tejados apuntados, constituye una obra maestra por su simetría, equilibrio y armonía. Su construcción data de 1702 y se mantiene en perfecto estado, con una bonita escalinata para llegar a su primer nivel. Otra joya de este lugar es la estatua del rey Bhupatindra Malla o las escaleras flanqueadas por estatuas en piedra del templo de Mandir.
Bhaktapur, también llamada Bhadgaon, es un lugar para perderse por sus calles y adentrarse en un viaje en el tiempo, como si fuera una Venecia budista, en el corazón del reino del Himalaya.
Si se dispone de tiempo, hay que acercarse también al templo de Changu Narayun, sito en una colina a apenas tres kilómetros de Bhaktapur. Se trata de un antiguo templo hinduista en honor a Vishnu, el preservador del universo, que data originalmente del siglo v. Es un edificio pequeño, de planta cuadrada con una doble pagoda que cierra la cubierta, con una fachada policromada de la que descienden distintas deidades tántricas. En el interior conserva una estatua de Garuda, el dios, mitad hombre mitad águila, de la mitología budista e hinduista.
Como amante del arte y el budismo, me hubiera gustado poder pasar unos días en Bhaktapur, un lugar en el que te sientes transportado a otra época, si se visita en los meses en los que el turismo de masas no aparece para tratarla como si fuera un parque temático. Sin embargo, mi equipo agradeció dejar de filmar piedras, estatuas y templos.
En los últimos días en Katmandú descansamos en nuestro hotel, el Encounter Nepal, al norte de Thamel, en la zona de Paknajol. Se trata de un lugar bastante sencillo con habitaciones por unos veinte dólares, con un agradable jardín. Todas las tardes sonaba una musiquilla con címbalos y timbres de campanas que resultaba muy relajante. Tumbados en ha- macas leíamos, conversábamos y escribíamos nuestros dia- rios mientras tomábamos ese energético té con miel y jengi- bre. Sergi y Ferran estaban bastante interesados en seguir los disturbios que surgían puntualmente por las calles de la ciu- dad. Yo me mostraba más escéptico porque estaba exhausto del rodaje del documental que había empezado en la India y nos había llevado hasta Nepal. Además, no quería complicaciones porque empezaba a tener ganas de regresar a casa.
Vivimos dos manifestaciones bastante próximas al entorno de nuestro hotel que transcurrieron con relativa normalidad, aunque al llegar hasta el Palacio Real empezamos a ver barricadas y numerosos militares que parecían a punto de intervenir, así que nos volvimos para el barrio de Thamel, donde cada día aumentaba el número de soldados o policías patrullando. Por fortuna, no hubo cargas policiales pero se veía a la gente bastante hastiada con su situación. Pese a la tensión, Katmandú seguía mostrándose como un lugar apacible, en el centro de un valle de ensueño.
La economía de Nepal depende, en gran parte, de la entra- da de dinero del turismo y el régimen presionaba para acabar con unas protestas que podían obligar a cerrar la frontera. Curiosamente, nosotros estuvimos a punto de quedarnos bloqueados en el país, porque de nuevo habíamos olvidado de reconfirmar nuestro vuelo y nos decían que el siguiente avión disponible salía cuatro días más tarde. De ser así, per- díamos el enlace en Delhi para volver a Barcelona.
Al final, tras unos instantes bastante dramáticos, la situación se solucionó y pudimos meternos en la cola de un avión que botaba como una montaña rusa. Agotado pero radiante de felicidad por todo lo vivido, me dormí contemplando las cumbres. Soñé que algún día volvería…
Pags 124 a 131 del cap 6, Los Himalayas, de El ansia de Vagar, Ed RBA, Bcn, 2013. Alexis y Luis Racionero.
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