Luces y sombras de la Contracultura

The dream is over, cantaba John Lennon y ciertamente, el sueño se acabó.
La contracultura americana de los utópicos años setenta murió sepultada por las palas del sistema y el implacable paso del tiempo. Sus protagonistas envejecieron y abandonaron la rebeldía juvenil. Históricamente fue un abrupto final con la prohibición del LSD en 1967 y la entrada de drogas duras como la heroína que sesgaron muchas vidas
(ver el excelente film Panic in Needle Park de J. Schatzberg o More de B. Schroeder), el fallido concierto de Altamont con los Hells Angels pegando tiros o Charles Manson acometiendo atrocidades. La guerra de Vietnam se acababa y la protesta dejó de tener su fundamento.
Quedaron los cadáveres de mitos enterrados entre bellas canciones para recordar. Jim Morrison, Janis Joplin, Jimmy Hendrix o Brian Jones. Ángeles caídos de un tiempo que también se llevó a políticos idealistas como Luther King o Bobby Kennedy en aquel 1968 que cerró el sueño, poco antes de que los satánicos Stones de Altamont y Charles Manson pusieran definitivamente el epitafio sobre el jardín del Edén.
Hoy quedan las sombras de la Contracultura cuando uno revisita sus lugares, la ceniza de un fuego que se apagó hace ya cincuenta años, en aquel 1968 que lo cambió todo.
Haight Ashbury es un cementerio de drop outs (colgados), trustrastas (niños millonarios disfrazados de hippies) y de turistas zombies deambulando por un parque temático. Nada queda de aquel esplendor que se vivió entre 1964 y 1967 cuando los hippies tomaron este barrio abandonado de viejas casas victorianas, para convertirlo en un lugar lleno de vida y utopía. El Golden Gate Park irradiaba vida con sus Be Inns y las calles eran un mercado de intercambio, recliclaje y nuevas formas culturales que desafiaban al sistema. Las casas eran grandes comunas en las que los jóvenes se escondían en el anonimato para huir de Vietnam y la persecución de unos padres que no comprendían nada, descorcentados por el cambio generacional (ver Rebelde sin causa de N. Ray).
Cuando bajo del autobús y encaro Upper Haight Street veo que ya no quedan ni los espacios emblemáticos, apenas un par de tiendas como Ameba Records en la vieja bolera y aquella pequeña librería anarquista que hasta el nombre ha perdido.
El Old Vic Hotel, tuvo que prescindir su hippie hall con mesas de conversaciones compartidas, para convertirse en otra más de esas tiendas de ropa de mercadillo universalmente patentadas y reproducidas.
En la esquina de Haight con Ashbury no queda ni un atisbo de rebelión, imaginación, ni del sueño de un mundo mejor. Tan sólo postales y camisetas rainbow. Bastante desalentador para cualquier romántico que venga en busca de las esencias. Ideal para un tour organizado de una tarde para todos esos que quieran pensar que la rebelión hippie fue un juego de niños. Sé que algo queda de todo aquello pero no es aquí.
Tampoco está en la soleada Telegraph Avenue de Berkeley ni en la flamante universidad de California donde un día aparecieron mis padres y sus vidas cambiaron. No hay discursos en la Sprowl Plaza ni locos artistas con raras extravagancias, tan sólo un piano atado con cadenas por si alguien lo quiere tocar.
El Free Speech Movement es ahora objeto de estudio, pieza de museo al igual que sus encendidos meetings. Tampoco queda ya de los encuentros poéticos ni de las flores en la cabeza. Los asiáticos transitan ordenadamente sabedores de que el mundo es suyo como también esta universidad. Las viejas sequoias y árboles del maravilloso campus, observan sorprendidas. ¿Dónde se fueron las flores? ¿Qué fue de todos aquellos chicos que se enfrentaron con el sistema para defender parque que iba convertirse en solar para la construcción?
Bajando Telegraph hacia la esquina con Durant se halla el parque sobre el que los vagabundos se refugian y los niños juegan al balón. Un gran mural recuerda los hitos de aquellos días alterados, algo que ya muy pocos conocen y que poco a poco pierde el interés.
Ahí fuera en el mundo periodístico o intelectual, todos quieren enterrar la Contracultura (véase Rebelarse Vende (J. Heath/ A. Potter , Taurus, 2004) o Cómo acabar con la contracultura (J. Costa, Taurus, 2018 ).
Los hippies ya no gustan y América cae mal, con Trump y su imperialismo desquiciado. Olvidamos que EEUU fue faro cultural y económico durante el siglo XX, estableciendo los patrones que nos rodean y amamantando a nuestros intelectuales europeos. Pero eso ya tampoco importa en la era de la superficialidad global. Marcuse, Adorno, Cipolla, Galbraith, Fromm, Koestler o Huxley son tan sólo nombres en la historia. La gris y vieja Europa siempre se ha sentido superior, despreciando el sano infantilismo americano que a muchos nos enseñó a soñar.
Viajar a USA sigue ofreciendo una idea de lo que nos vendrá, las nuevas tendencias o lecciones de cómo preservar fenómenos culturales en extinción como librerías o gigantescas tiendas de vinilos.
Berkeley, San Francisco o Eureka preservan paradisíacas librerías de segunda mano, con sus suelos de madera, sótanos a rebosar y altillos encriptados de hermosas primeras ediciones. Ya no se lee pero aquí están estos modernos faros de Alejandría. El saber no puede perderse… En cines como el viejo Castro cinema, reponen al gran Lugosi y sus criaturas de la noche en el Drácula de 1932 o lo petan con una sesión de Mary Poppins llena de globos y confeti.
Vivimos en la era hiperglobal y la contracultura está más que enterrada pero algo me dice que tendrá un nuevo amanecer. El mundo está enfermo y neurótico, desquiciado por el estrés, el aislamiento, la competencia y la corrupción.
Los medios disuasivos, narcotizantes son buenos y eficaces pero cada vez son más quienes despiertan y quieren algo más. Para ellos, la contracultura ofrece ideas, métodos y una especie de manual de instrucciones sobre cómo complementar el sistema y hacer frente a sus déficits.
Los héroes hippies no volverán pero aparecerán otros quines como ellos, revivirán la anterior bohemia, con las mismas ansias de rebelión y el espíritu de libertad.
Los ideales no mueren. Permanecen si sabemos conservarlos, como un legado para quienes siembren el futuro. Esa es la labor que nos queda a quienes conocimos ese periódico histórico del que me siento parte vinculada. Fui hijo de hippies, no viví en una comuna pero sé de que fue todo aquello y pese sus sombras, pijerias y niñerías, hubo mucha luz en aquella generación que quiso cambiar el mundo. Fueron y son todavía gente auténtica, repartida por distintos confines del planeta.
Mi padre siempre dice que la Contracultura o el hippie que lleva dentro está donde no se ve. No se trata de llevar barbas hipsters y postureo sino de haber vivido una vida no convencional, más allá del estilo burgués, sin ser mandatorio haberse convertido en un asceta o cavernícola. Obviamente, muchos de aquellos jóvenes rebeldes se volvieron burgueses y se acomodaron con la edad pero no los entierren todavía y menos a sus ideales porque ellos supieron conversar, amar la naturaleza y vivir en el hedonismo del cuerpo.
Fueron divertidos y excéntricos disidentes del sistema, defensores de las libertades, además de soñadores. No les condenen por ser hijos de papá pues nacieron en la sociedad opulenta, igual que muchos de los que ahora les critican.
Es fácil destruir y difícil construir. Seria una pena ahora que el mundo civilizado global da muestras de demencia neurótica, corrupción y colapso en diversos niveles que afectan al bienestar del individuo, obviáramos el legado de la contracultura y sus personajes
En mi viaje de este verano del 2018, pude reencontrarme con mi querido Ron Davies quien fuera fundador del San Francisco Mime Troupe, grupo de teatro en la calle y guerrilla, inspirado en la Comedia dell Arte italiana y con ideales próximos al teatro rupturista de Bertold Brecht y el anarquismo más radical. Ron nunca se sintió hippie algo que vivió como etiqueta de los mass media para reducir toda una generación a una idea reduccionista.
Él era un anti sistema que siempre ha querido un mundo más en contacto con la naturaleza, la creatividad y menos vinculado al capitalismo o el pensamiento único. Para Ron la vida es danza, diversión, austeridad, lo que se precise con tal de no claudicar ante el sistema. Hoy vive como el último bastión de un tiempo perdido, como un outsider out of time, acorralado por los nuevos ricos de Sillicon Valley que han venido a comprarle su casa.
Ya no le queda con quien conversar, y su huerto está deshauciado con las horas contadas. Pronto tendrá que hacer las maletas y huir a Oregon, el último reducto contracultural de la costa oeste.
En clave nostálgica aún puede visitarse City Lights aunque Ferlinghetti ya no está ahí y casi nadie reconoce su ilustre mecedora del venerable altillo.
Al menos, muchos saben del Aullido de Ginsberg mientras los turistas pagan una fortuna por una foto de Michael McClure y Gary Snyder. Los vagabundos de Dharma convertidos en mercancía… Me gustó encontrar nuevos libros del incansable Gary Snyder quien a sus noventa años sigue en la brecha como poeta y maestro zen que nos enseñó los bosques, las cumbres y la cultura japonesa.
Posiblemente, en su honor me decidí a subir por la Pacific 1 hasta Arcata, ciudad universitaria donde se respira libertad, muy próxima a los más grandes espacios de Redwoods en un conjunto de parques nacionales que arrancan en la bahía de Humbold.
La vida en los bosques, el contacto con la naturaleza, vivir on the road en el presente sin muchos planes, dejarse fluir, enamorarse, escuchar música, leer, escribir diarios, soñar, imaginar y sobretodo dejar de consumir, planificar o racionalizar son algunas de las prácticas que la Contracultura nos legó. No han caducado, son vigentes y no hace falta viajar a USA para conocerlo.
Pronto vendrá una novela donde contaré mucho de todo esto. Se lo debo a los que crearon todo ese legado, a los que como Ted Roszak ya se fueron y los que día a día se consumen. Su historia, sus lecciones de vida y su cultura no merecen caer en el olvido.
Los tiempos cambian pero siempre habrá jóvenes que reivindicarán su derecho a soñar, cuestionar el sistema y ser libres.
Alexis Racionero Ragué
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