El tren al Tíbet

Viajé al tren en junio del 2010 con motivo del rodaje de mi documental Railway to Heaven. Lo hice en ese moderno tren de alta velocidad inaugurado por los chinos en el 2006 y que supone una obra de ingeniería faraónica, además de una invasión turística en toda regla de un territorio que fue prohibido para los occidentales y que vivió aislado del mundo, elaborando esa mística que tanto nos fascina hoy en día.
Algunos pueden pensar que el tren beneficia a todos porque de este modo los tibetanos reciben ingresos del turismo pero la verdad es que son las agencias chinas las que controlan todas las ganancias del turismo.
Ellos conceden el visado obligatorio para entrar en el Tíbet con la condición de ir exclusivamente de turismo y con un guía contratado que como en nuestro caso podía ser tibetano pero bajo las órdenes de un tour operador con despacho en Pekín.
En otro post hablaré de lo que representa el Tíbet en la actualidad y la ruta más seguida o permitida para los turistas occidentales pero aquí me limitaré a narrar el viaje en tren que durante algo más de 40 horas cubre la distancia entre Beijing y Lhasa.
El interior del tren es cómodo y anodino, sin ningún tipo de encanto y similar a cualquier ave que uno haya tomado, con la excepción de que el pasaje es chino o del primer mundo occidental. Como en todo tren hay un vagón restaurante con una foto del potala y un servicio algo deficiente por los precios que cobran.Cada vagón tiene su inspector que sólo aparece para dar alguna que otra orden y negarse a bajar el aire acondicionado. Así que es bueno llevarse mantas adicionales porque a los chinos les encanta consumir energía y vivir en neveras aunque se suba a la cima del mundo.
En los furgones de cola, van los tibetanos, en una clase inferior, sin aire acondicionado y sin asientos reservados, por lo que muchos van sentados en el suelo pero sin llegar a la sobreocupación de los trenes indios.
El tren parte de la estación oeste de Pekín sobre las nueve de la noche y llega a Xian al amanecer. De ahí sigue por un paisaje plano y aburrido hasta la contaminada ciudad de Lanzhou donde las innumerables industrias ya sean térmicas o nuclerares polucionan el cielo hasta el límite de no poder ver más allá de la primera línea de casas. El cielo es blanco cuando hace sol y gris cuando está nublado pero casi nunca azul. De ahí que los jóvenes urbanitas como unos que conocí en el monte Huashan (próximo a Xian) se vayan a esos lugares para descubrir cosas para ellos desconocidas como el resplandor de la luna en una noche de plenilunio.
A Lanzhou se llega sobre las cuatro de la tarde del día siguiente de haber cogido el tren y se aprovecha la parada de unos veinte minutos para bajar a estirar las piernas, fumar un cigarro, practicar tai chi o gimnasia, algo que a los chinos les encanta o simplemente airearse de los ya vividos vagones en los que los pasajeros se cocinan chow mein y todo tipo de sopas y pastas deshidratadas que están listas para comer con tan sólo verter un poco de agua hirviendo, el mismo proceso que para tomar té continuamente.
Los chinos no son muy dados a la conversación, tal vez porque muy pocos hablan inglés y la mayoría de occidentales no hablamos mandarín. Los vagones son de cuatro literas que durante el día se convierten en asientos. Mi equipo de rodaje consistía en dos cámaras, uno de los cuales era chino y ejercía de traductor. Pudimos rodar porque llevábamos cámaras fotográficas como la Canon D5 para similar que en vez de filmar imagen en movimiento, disparábamos fotos. Dentro del tren no dejan sacar una cámara de vídeo por muy turista que seas.
Nosotros compartimos el vagón con Chen, un chino del norte que había emigrado a Nueva York donde regentaba una peluquería. Había venido a visitar a sus padres y aprovechaba para hacer turismo. El Tíbet se ha convertido en uno de los principales reclamos turísticos para los chinos bienestantes.
El paisaje no tenía mucho que ofrecer hasta que llegamos a Xining, una ciudad menos polucionada y con algunos campos sembrados y un aire de provincia peculiar.
A la ida hicimos el viaje desde Pekín de un tirón pero de regreso y para documentar los lugares en los que para el tren, pasamos dos o tres días en todas las estas ciudades. Xining con su influencia musulmana, la mayoría de sus habitantes son hui (chinos practicantes islam), fue uno de los lugares que más nos gustó. Tienen un yogur y una gastronomía excepcional, con un bonito aunque moderno mercado.
Al atardecer de este primer día completo en el tren, se parte de Xining con dirección a Golmud, el último enclave de la provincia de Qinhai ya en plena meseta tibetana. Llegamos en plena noche. Desde la ventana ví las chimeneas de sus fábricas explotando los recursos naturales como ese Moloch del que habla Ginsberg, como un monstruo industrializado envuelto en llamas. Pero pronto lo olvidé.
A partir de aquí el paisaje se vuelve de otro mundo, con una capacidad de fascinación como nunca había visto.
Apenas pude dormir en toda la noche, pegado al cristal contemplando las estrellas que eran llamas de fuego en el cielo como si cada una de ellas fuera el alma de una persona, dibujando un inmeso mandala de constelaciones que me hipnotizaba.
Estaba llegando al lugar donde moran los dioses y las almas.
Leyendo a Colin Thubron (Hacia una montaña en el Tíbet), tiempo después pude comprobar que él también sintió algo parecido en su viaje al Tibet.
Aquella noche me puse a recordar a todos los seres queridos que había perdido recientemente, sintiendo que podía tocar las estrellas.
Lloré de emoción más que de tristeza y me sentí en paz con todos ellos. Como si ir al Tíbet fuera un homenaje a todos ellos.
Horas más tarde viví el más bello amanecer con la irrupción de las montañas Kun Lun de camino al paso de Tanggula a 5.072 metros. La magnitud del paisaje nos silenció a todos. Tan sólo se escuchaba el murmullo de quienes oraban a las montañas pegados al cristal del vagón del tren.
Fue una escena preciosa, en un entorno sobrecogedor en el que tan sólo puedes pensar en la naturaleza como algo divino.
El espectáculo sensorial es irrepetible. La ventana del tren se convierte en una proyección de un paisaje bellamente desolado y remoto, en constante cambio, con tormentas que vienen y van, arenas rojizas y más tarde ocres, mantos de nieve, lagos, alguna pradera sembrada de yaks, tierras enfangadas por la lluvia y arroyos serpenteantes que provienen de las inmensas montañas en el horizonte. No hay rastro alguno de civilización.
De una parte dan ganas de bajar y pisar el territorio pero rápidamente piensas que es mejor dejarlo así, puro en estado virgen, sin destruir la sacralidad del lugar con una manada de pasajeros en tránsito cargados con sus cámaras.
Probablemente, tampoco sería posible porque desde hacía ya un par de horas el interior del tren estaba suministrando oxígeno adicional para que pudiéramos sobrevivir al mal de altura.
Allí estaba, la gran llanura del Tíbet, la expresión más próxima al infinito que he conocido, donde la tierra se muestra desnuda, con sus pliegues y arrugas, y el cielo es azul y cristalino, con una nitidez más allá de lo terrenal.
El tren avanzaba mientras las nubes proyectaban sus sombras sobre la tierra en un continuo movimiento.
Lo que pude contemplar en esas horas mágicas y atemporales me llevaron a escribir las siguientes líneas que surgieron como un dictado automático de mi pensamiento y que sirvieron para construir la voz en off de mi documental Railway to Heaven.
“La tierra rojiza y mojada muestra heridas de sus vidas pasadas
Me siento sólo y distante… El espacio es infinito, no hay tiempo, Kun Lun parece la morada de las almas, el cielo en la Tierra.
Tengo miedo. Las montañas me llaman y se desvanecen. Y si yo tampoco estoy?
Me aferro al paisaje, al cambio, al siguiente amanecer, pero y si éste no llega?
Aquellos a los que amé me hablan desde el silencio…
Siento que estoy con ellos pero no sé si he venido para quedarme. “
Llegamos a Nagqu ya en territorio tibetano sobre las cuatro de la tarde. Bajamos a estirar las piernas y al otro lado del andén, unos militares chinos nos controlaban. El viento gélido se clavaba como cuchillos en la cara. Comprendí que custodiaban que nadie escapara del tren para perderse por cualquier lugar no controlado por ellos.
En el Tíbet somos turistas y vamos donde de ellos quieren, eso hay que tenerlo claro. Como relataré en mi siguiente post, tienen toda una serie de artimañas para que esto se cumpla a rajatabla.
Lo que viene desde Nagqu es el descenso por un valle en el que aparecen finalmente, los signos de civilización con la inquietante presencia de grandes y nuevas fábricas, con edificios adosados como colmenas que esperan aguardar a sus trabajadores.
Puede sentirse la atmósfera de la modernidad que viene a suceder a la agricultura pero afortunadamente, esto todavía no ha sucedido por completo.
Desde la ventana pude ver también rebaños, pastores y casas de adobe. Vimos los primeros árboles y una carretera transitada por camiones militares.
El Tíbet ya no es Shambala ni Shangrilá pero la llegada emociona por lo que se ha vivido durante el itinerario. Da igual que la estación de Lhasa sea una moderna construcción monumental de aires fascistas o que las carreteras de hormigón surquen este valle a unos 3.600 metros de altura.
Su pureza no se quebranta, ni se corrompe porque el viajero siente igualmente su energía y su mítica. Todos cuantos hemos estado allá llevamos un pedazo de ese pequeño país en nuestro corazón.
En mi opinión creo que no se debe ni a la política, ni a Richard Gere, ni al Dalai Lama sino a algo más telúrico y profundo que nos conecta con una tierra primigenia.
Lo prometido en breve cuento más.
Texto y Fotografía : Alexis Racionero Ragué
Hola, alexis… dicen , que hay varias pipologias de personas , los que por una razon , no se enteran de lo que pasa en su entorno , los que de alguna manera tienen la capacidad , humana de percibir las pequeñas cosas de la vida y llegamos a una tercera , que se puesde identificar , por su poder de observacion pero que ademas de enterarse tienen el plus , de trasmitir felicidad …. yo creo que sobrepasas a estas terceras ….. buen articulo por la emoción y la emotividad .
Saludos
Si todos los que viajan tuvieran tu sensibilidad, viajar sería como ir al cielo que nos prometen los católicos….mejor….Gracias por tu sensibilidad….Espero que te acompañe en todos tus actos, pequeños o grandes, sencillos o complejos, cercanos o lejanos….