El Puente del clásico Spielberg

El Puente de los espías con guión de los hermanos Coen, fotografía de Janusz Kaminski, música del gran Thomas Newman (sí, esta vez no es John Williams), una colosal ambientación por parte de Adam Stockhausen y la dirección de Spielberg, presagiaba buenas cosas.
Sé que a más de uno la película le puede dejar algo indiferente por fría, discursiva y sobrarle algo de metraje en su tramo central pero como ha sucedido en ocasiones con Eastwood, ver hoy en día un film de Spielberg como éste viene a recordarnos las esencias de un clasicismo cinematográfico que puede acabar con ellos.
¿De qué hablamos cuándo nos referimos a este clasicismo?
A películas que no tienen prisa por establecer su planteamiento o primer acto. Films que tampoco se inquietan por mantener los diálogos y miradas a lo largo de una escena. Cine que no precisa de efectos especiales, aunque pueda usarlos, para llamar la atención del espectador.
Narración audiovisual contenida, precisa y elegante que no vive de la acción y la aceleración.
Secundarios de lujo como ese espía ruso llamado Rudolf Abel, lacónico, parco en palabras made in Coen, genialmente interpretado por Mark Rylance.
A su lado, Tom Hanks, pese a no ser santo de mi devoción, ciertamente se acerca al gran James Stewart mientras Spielberg sabe darle un tono a la película que recuerda al optimismo crítico de Frank Capra.
El Puente de los espías tienen un buen arranque, fluido, elegante con una cámara que flota entre aquello que quiere contar sin ser protagonista, desde esa clásica invisibilidad al servicio de la narración. El final es directamente magistral, desde esa escena cumbre en el puente (Spielberg ya filmó una gran escena de puente con ataque de un tanque en Salvar al soldado Ryan).
Aquí el que fuera rey Midas de Hollywood desde aquella colosal Tiburón demuestra que quien tuvo retuvo. La escena del puente es ejercicio de contención, de tempo, de miradas, de tensión generada por montaje alterno con el retraso en la entrega del joven que Tom Hanks se ha obstinado en recuperar junto con el fracaso de aviador que quiere la CIA.
Oscuridad, noche, lluvia, gabardinas, espías, en un Berlín casi fantasmal, todo ello iluminado por la carnalidad de un espía ruso que como aquel observador cómplice de La vida de los otros, acaba enamorando. Hay en él y su relación con Tom Hanks, un poso de humanidad que emociona.
Cuando acaba esta magistral secuencia, y ya parece que el Spielberg se entrega al rutinario happy end edulcorado de familia americana, surge el humor negro de los Coen, con el recurso de lo ironía dramática de una mentira sobre un frasco de mermelada y la lección de que los hombres buenos e íntegros hacen siempre lo que sienten más allá de las prisión de un matrimonio o las ataduras del amor.
La cámara de Spielberg sigue flotando, concisa, exacta, sin reclamar protagonismo pero devolviendo un contraplano visto anteriormente sobre el muro de Berlín, rodeado de muertes y alambradas, en forma de travelling subjetivo desde un tren que cruza desde las alturas un bello barrio de la América democrática y libre, una imagen icónica de esa American Beauty que nos evoca la música de Newman. Cuando el travelling está acabando, vemos como en el patio trasero ajardinado de estas casas, hay también verjas que aparcelan una sociedad que tal vez no sea tan idílica. Aquí no hay muertes, pero los chavales tienen que saltar estas verjas que pueden simbolizar el racismo existente todavía en América y la segregación entre negros, chicanos y anglosajones.
Por si fuera poco, Spielberg sigue con su lección de clasicismo, recordando que aquel cine se nutría de la puesta en escena y nos devuelve la situación en el interior del tren en el que una señora miraba mal al héroe Tom Hanks por defender a un comunista. Ahora, esa misma señora, sabedora del bien que ha hecho este hombre mediador, le mira con una sonrisa cómplice. Una mirada, esa es para mí la grandeza del cine.
Una mirada que traza puentes, un héroe íntegro y humano, precisamente lo que necesitamos en este mundo lleno de odios, mundos enfrentados y venganzas cumplidas, gobernado por políticos de gatillo fácil, mirada lánguida y bolsillos huecos.
Afortunadamente, entre tanta cultura de bestseller y consumo fácil, de vez en cuando resurgen clásicos y también algunas nuevas voces para despertarnos del aborregamiento general. Voces como la de Spielberg que nos recuerdan las esencias del arte: Narrar bien, excitar el corazón con emociones y despertar nuestras conciencias con ideas que nos mantienen vivos.
Nací con Spielberg, soy del año de El diablo sobre ruedas, y aunque me impidieron en su día ver Tiburón por ser un mocoso, aluciné con Encuentros en la tercera fase, lloré con ET y quise ser Indiana Jones. De jovencito sobrado, menosprecié Jurassic Park pero ya más mayorcito, caí rendido con El soldado Ryan y La lista de Schindler , pese a sus dosis de conservadurismo patrio.
Son ya cuarenta años con Steven Spielberg y después de tanto buen cine y habiendo dedicado parte de mi vida a su enseñanza, me siento un privilegiado de haber podido crecer con su cine.
Alexis Racionero Ragué
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